lunes, 1 de agosto de 2011

Kyoto, la tradición de Japón.




A la caída de la tarde, cuando las sombras se adueñan de las aguas del Kamogawa, las terrazas de madera levantadas sobre su margen izquierda se iluminan con farolillos que apenas permiten distinguir a los comensales que ocupan los apartados de los exquisitos restaurantes que tienen verandas sobre este río que atraviesa Kioto. Con frecuencia, sin embargo, las penumbras se esclarecen con el brillo de las sedas de los quimonos y de los adornos del tocado de las geishas, empeñadas en deleitar con sus ancestrales artes a quienes pueden permitirse gastarse una pequeña fortuna para contratarlas.

La antigua capital imperial de Japón, hoy convertida en el corazón espiritual del país, tiene todo el hechizo de la belleza, la armonía y el misterio de estas elegantes mujeres -mitad danzarinas y actrices, mitad meretrices- que hicieron de la conversación un arte con el que liberar de sus preocupaciones a los hombres de las altas esferas de la sociedad japonesa.

Kioto es la Roma del Imperio del Sol Naciente. Un entramado de templos y edificios históricos fundido en el tráfico de una ciudad moderna de casi millón y medio de habitantes, a la que dan vida su prestigiosa universidad y la pasión de los japoneses, que acuden por decenas de millones cada año por su patrimonio cultural y por el arte de la jardinería.

Ensimismada en sus tradiciones, Kioto no imaginó jamás que en 1997 saltaría aún más a la fama mundial al prestar su nombre al protocolo con el que Naciones Unidas pretende reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero que provocan el calentamiento global y el cambio climático, que amenaza la supervivencia del planeta.

Más de 2.000 templos y santuarios salpican la ciudad y las colinas de tupidos bosques que la circundan. Una atmósfera de recogimiento y placidez impregna el conjunto, pese a ser el gran polo de atracción de los turistas japoneses, que viajan a Kioto con la misma fe con que se asiste a una peregrinación y disfrutan de cada una de las explosiones de color que se producen según la estación del año, que concluye cubriendo la ciudad con un manto de inmaculada nieve.

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